La comunidad internacional viene siguiendo con verdadero estupor e impotencia la masacre que ha desatado el régimen sirio contra la disidencia interna, que clama por un poco de democracia y respeto de los derechos humanos.
La dictadura hereditaria de Assad, lejos de escuchar lo que le pide una mayoría importante de su pueblo, aburrida de engaños, privaciones y atropellos, ha optado por reprimir violentamente su deseo de libertad. Los testimonios gráficos que logran salir hacia el exterior atestiguan la existencia de una virtual guerra civil, que muestra los estragos causados por el uso indiscriminado de armas pesadas contra la población, que resiste con lo poco que tiene a su alcance la embestida brutal de las tropas leales al gobierno.
De acuerdo con las estimaciones de la ONU, Assad es responsable de más de siete mil muertes y un número incontable de heridos, incluyendo mujeres y niños, a los que se socorre con los escasos elementos médicos y sanitarios que están disponibles. Entre los muertos se cuentan también varios periodistas que han caído en la refriega mientras trataban de informar al mundo sobre el drama que vive Siria.
Por obra de su irresponsabilidad y quien sabe que otros intereses subalternos, Rusia y China han impedido hasta ahora que el Consejo de Seguridad tome cartas en el asunto. Estos dos países no han trepidado en hacer uso del veto del que gozan para inmovilizar al Consejo y evitar una intervención de carácter humanitario; para ellos, cualquier decisión de este órgano que implique o pueda significar la salida de Assad es inaceptable. En estas circunstancias surge la pregunta sobre cuántos muertos más son necesarios para que dichos miembros permanentes cambien de parecer y concluyan que hay que poner término a un régimen déspota que sólo se sustenta en el uso de la fuerza.
La actitud asumida por Rusia y China, lamentablemente, no está circunscrita sólo a la crisis siria; ella se repite en el caso de Irán y su programa nuclear. El apoyo técnico y político que le han brindado a la teocracia iraní ha determinado que esta se resista porfiadamente a someterse a las regulaciones y controles de la Agencia Internacional de Energía Atómica y que el Consejo de Seguridad adopte cualquier medida que vaya más allá de las tibias sanciones internacionales actualmente en vigor.
No cabe duda que el régimen de Teherán es una amenaza a la paz y seguridad internacionales. Su acción desestabilizadora sobrepasa sus obligaciones con respecto a la no-proliferación; ella se expresa también en su apoyo inocultable a organizaciones terroristas como Hamás y Hezbolá, en abierta violación de tratados internacionales y resoluciones del Consejo de Seguridad, obligatorias para todos los estados miembros de la Organización.
Si Rusia y China en los casos de Siria e Irán se hubieran sumado al esfuerzo de la comunidad internacional, aun cuando lo hubieran hecho con ciertas reservas, es seguro que estaríamos enfrentando un escenario completamente distinto. No se estaría especulando con lo que puede ocurrir si se intenta el bloqueo del estrecho de Hormuz o un eventual ataque preventivo de Israel a las instalaciones nucleares iraníes. Lo primero es inaceptable pues afectaría la libre navegación en aguas internacionales que está garantizada por la Convención sobre Derecho del Mar; la segunda posibilidad no es ni mucho menos deseable, pero se entiende como la reacción de un país acosado y que lucha por su seguridad desde el primer día de su existencia.
Es de esperar que finalmente se imponga la cordura y prevalezca la paz, ambas tan necesarias en los tiempos que vivimos.
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