Diez años después de la intervención de EE.UU en Irak, la cascada de balances era previsible, como también que muchos de los juicios sobre el «éxito o fracaso» de dicha operación se hiciesen teniendo como criterio de calificación un solo factor, lo que provoca una inútil serie de fallos presurosos e incompletos.
Quienes pensaban ilusamente que el objetivo de esa acción bélica era el establecer en Irak una democracia jeffersoniana, dicen sin respirar que fue un fracaso total.
Quienes inocentemente creen que EE.UU tiene como objetivo geopolítico establecer un orden mundial y subórdenes regionales sin tensiones, sin muertes y sin conflictos, también condenan la intervención como un fracaso, sacando a la luz inventarios de muertos, bombas y divisiones étnicas entre kurdos, sunnitas y chiítas.
A los estadounidenses que siguen soñando que su aspirada condición aislacionista es posible para un país que desde hace más de un siglo se pensó para ejercer poder global, se les revuelven las tripas y califican de estupidez y fiasco cuando oyen que parte de sus impuestos y soldados se tiene que ir, como si fueran un satélite samaritano, a salvar a cuanto país de tercera está en problemas por culpa de un dictador o terrorista que antes apoyaron.
También es simplista calificar dicha intervención como un éxito rotundo solamente porque desapareció del mapa Saddam Hussein, un asesino de más de 5.000 kurdos con gas venenoso, el responsable de la muerte de por lo menos un millón de iraquíes que sometió a su pueblo a tres guerras en 24 años y a sanciones de la comunidad internacional, si es que ésta existe.
Igual es apresurado calificar esa intervención como un triunfo para EE.UU por el efecto positivo que tendría en su deficitaria balanza comercial, en gran parte debida a sus importaciones de hidrocarburos, el aumento de la producción y disponibilidad de petróleo en el mercado mundial, pues Irak ya llegó a 3 millones de barriles por día y superó a Irán como el segundo productor de la Opep desde 1980, con la posibilidad que alcance 6 millones para 2020 y 8 millones para 2035.
El veredicto final tal vez nadie podrá concretarlo y posiblemente todavía falta tiempo para que pueda hacerse, aunque después de todo, va a ser lo menos importante.
Los intereses geopolíticos de EE.UU en los próximos años, en parte afectados por la posibilidad de volverse autosuficientes energéticamente en el mediano plazo, va a provocar una transformación enorme en el futuro de Oriente Medio y en la geopolítica mundial.
Al dejar de ser una zona de altísima prioridad para EE.UU, sin llegar al extremo de abandonar la región, Oriente Medio quedaría principalmente a merced de si mismo, que necesariamente no es mejor que lo que hoy existe.
Veremos de nuevo la región inmersa en las disputas entre turcos y las facciones musulmanas: sunnitas sauditas y chiitas iraníes, israelíes y palestinos, rusos como en otras épocas, y ahora chinos que intentarán aumentar su influencia, tan nefasta o más que las de las potencias occidentales.
La sangre seguirá corriendo en Oriente Medio en el futuro, y la paz seguirá siendo tan escasa como el agua dulce.