Hay una cosa, sólo una, en la que están de acuerdo israelíes y palestinos: con Jerusalén no se juega, porque es un polvorín donde se mezclan recintos sagrados y donde se concentra el odio acumulado de dos pueblos, tras casi siete décadas de enfrentamientos.
En concreto desde 1948, con el nacimiento del Estado de Israel, y desde 1967, con la Guerra de los Seis Días que declararon los árabes contra el nuevo país y que ganaron en tiempo récord los judíos, con el resultado de la la fuga o expulsión de sus casas de decenas de miles de palestinos, y la ocupación los territorios donde debería surgir un Estado palestino.
Ayer, el primer ministro Netanyahu jugó peligrosamente con fuego al ordenar lo que no se habían atrevido a hacer ninguno de los anteriores mandatarios israelíes: cerró herméticamente la Explanada de las Mezquitas después de cansarse de prometer, también en la ONU, que Israel «mantendrá siempre el libre accseo a los lugares santos en Jerusalén a todos los fieles de todas las religiones.
Netanyahu lo hizo presionado por dirigentes ultranacionalistas que sostienen su Gobierno, en venganza por el atentado contra de uno de los suyos, el rabino Yehuda Glick, quien fue tiroteado la noche del miércoles y herido de gravedad, luego de pronunciar una conferencia en la que exigió la total judaización de Jerusalén y la apertura al culto judío del Monte del Templo, ya que las mezquitas se erigieron sobre lo que fue el Segundo Templo, el lugar más sagrado del judaísmo, del que sólo queda una reliquia en la parte externa de la explanada: el Muro de los Lamentos.
La caminata que dio el líder derechista Ariel Sharón por la Explanada de las Mezquitas a finales de septiembre de 2000 fue la chispa que hizo saltar ese polvorín. Estalló así la segunda y sangrienta Intifada.
Pero ni siquiera entonces, a pesar de los graves disturbios en la Ciudad Vieja, se cerró totalmente el recinto sagrado musulmán, ya que tuvieron acceso al rezo los musulmanes mayores de 50 años.
El miedo a una tercera Intifada está detrás de la resolución del Gobierno israelí. La decisión que tomó ayer demuestra la influencia cada vez mayor que tienen los ultranacionalistas religiosos sobre el mandatario hebreo.
Pero lo grave no es sólo la deriva radical de Netanyahu, sino también la del «moderado» presidente de la Autoridad Palestina (AP), Mahmud Abbás, presionado por sus «nuevos» aliados de Hamás.
Mientras los radicales teocráticos de uno y otro bando no sea expulsados de los Gobiernos de Israel y la AP, la fórmula dos Estados y un posible acuerdo definitivo de paz con seguridad estarán más lejos que nunca.