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El fin de la ley

La Knéset (Parlamento israelí) trabaja en estas semanas en una serie de proyectos cuyo objetivo es golpear a las ONGs de derechos humanos, paralizar a los tribunales y asegurar que el debate público sea cada vez más conveniente para las autoridades. Para muchos, esos planes suponen un golpe mortal contra el imperio de la ley.

El imperio de la ley, argumentan, se basa en la discusión pública libre, un poder judicial independiente y la protección de los derechos fundamentales de los ciudadanos. Nada, según la opinión de esos muchos, puede estar más alejado de la libertad y la democracia que esta nueva legislación en la cual la Knéset ha decidido accionar con una energía y devoción sin parangón en otros ámbitos de su quehacer: la justicia social y el crecimiento económico, por ejemplo.

Este argumento es erróneo y engañoso. La nueva legislación daña no sólo o principalmente el imperio de la ley, sino a la ley misma; la ley de un país, opuesta al poder basado en la fuerza bruta. Los teóricos de la jurisprudencia se han ocupado largamente de la diferencia que existe entre un ladrón que roba dinero a punta de pistola y un funcionario de impuestos que tiene a la policía y al sistema legal y penitenciario respaldándolo. Estos pensadores afirman que la ley, a diferencia de las amenazas de un ladrón, es la expresión de la voluntad colectiva de una entidad política, y la obediencia a la ley expresa el deseo u obligación de ser parte de la comunidad.

El estado exige obediencia, no porque sea fuerte, sino porque tiene razón fundada para hacerlo. Y aun en el caso de no tenerla, se le reclama a los ciudadanos no solamente obedecer la ley, sino también respetarla. La ley no es sólo una prohibición detrás de la cual están la policía, los tribunales y el patíbulo; quebrarla supone violar nuestras mutuas obligaciones sociales y políticas como ciudadanos de un estado de derecho.

Por supuesto, no todos comparten ese sentimiento. E incluso aquellos que lo comparten pueden a veces violarlo, ya sea por conveniencia o por ideología. Pero incluso los propios delincuentes son capaces de criticar duramente las violaciones a la ley cometidas por otros, y de arrepentirse de sus actos.

Cuando el respeto a la ley está ausente, ella deja de funcionar como tal y se convierte en fuerza. La gente puede continuar obedeciéndola, pero esa obediencia es frágil. Como en el caso de un ladrón que baja su arma por un momento, y entonces su víctima puede echar a correr, así el ciudadano que ve al policía y al juez como enemigos y no como socios, huirá y quebrará la ley apenas tenga oportunidad.

Hasta ahora, los grupos israelíes de derechos humanos han observado estrictamente la ley, y han luchado por medios legales contra lo que perciben como injusticias. Las ONGs en el centro del debate se han registrado como fundaciones sin fines de lucro; han sido inspeccionadas por las autoridades responsables; han informado fielmente acerca de sus donaciones, y han presentado formalmente sus demandas ante los tribunales.

La Knéset ha declarado la guerra no sólo o principalmente al imperio de la ley, sino a la ley misma. La legislatura ha optado por utilizar la ley no como una herramienta para la realización de la política, sino como un medio adecuado para tiranizar a la ciudadanía.

La diferencia entre un gobierno de mayoría y una dictadura de la mayoría es abismal. Ella acaba con el equilibrio social necesario para savalguardar el estado de derecho. La lógica que guía esta conducta no es la de un recaudador de impuestos, sino la de un ladrón: "Soy más fuerte, por eso te quito tus pertenencias".

El fin de la ley y su sustitución por la fuerza aumentará la discordia dentro del pueblo. Llegó la hora de que los verdaderos demócratas de todas las facciones se unan para evitarla. Lo que aquí está en juego no es una ONG más o menos, sino el mismo sistema democrático de Israel.