Una decisión de meses atrás de la Corte Suprema de Justicia consideró inconstitucional la denominada «Ley Tal» y de esa manera dio por terminado un engorroso concubinato político entre líderes laicos y aquellos de los partidos religiosos ultraortodoxos.
La base del acuerdo garantizaba a la gran mayoría de los casi perpetuos estudiantes de los seminarios rabínicos de estas corrientes religiosas zafarse del servicio militar obligatorio junto a avalanchas presupuestarias para financiar instituciones de altos estudios de la Torá abarrotadas de estos meticulosos estudiantes que no disponen de tiempo para trabajar.
Con tanta comodidad estos grupos no se inmutan que en guerras de verdad se derrama la sangre de otros que acatan el enrolamiento obligatorio, incluyendo estudiantes universitarios que invierten en la defensa del país tres a cuatro años completos y posteriormente deben dedicar parte de su tiempo no a estudios, sino a períodos de reserva del ejército y al trabajo para sobrevivir.
La decisión del Alto Tribunal fue el catalizador que lanzó a las calles a los denominados «idiotas» que se alistan sin chistar para demandar un nuevo orden que garantice una participación equitativa en el soporte de la carga de las necesidades de seguridad del país.
Aunque la actitud de los grupos religiosos ultraortodoxos de escabullirse del sufrimiento y riesgo de vida de un largo y peligroso servicio en el ejército irrita los sentidos de parte de la población que se sacrifica y arriesga su vida, no se debe pasar por alto el detalle que hay otros grupos que hasta la fecha también están exentos o eluden esta obligación social.
Según las últimas estimaciones actualizadas los grupos ultraortodoxos representan un 11% de la población. A este estrato se le debe agregar prácticamente toda la población no judía que suma un 25% del total que, fuera de casos excepcionales - un limitado número de drusos, circasianos y beduinos -, el Estado prefiere mantenerla alejada de los fusiles y granadas.
Además, estamos en presencia de otros grupos de liberados por motivos o «pretextos» de salud (un 7% de los candidatos a alistamiento), jóvenes con estadía permanente en el exterior (4%) y otros con prontuarios penales (3%).
Tampoco se debe dejar de lado el llamativo fenómeno que un 17,5% de los alistados (un 9% de todos los candidatos) no finaliza el período completo de tres años y es liberado mayormente por falta de adaptación («Zafarse del servicio militar: destrucción de un tesoro común»; Menajem Gelbard; Haaretz; 2.8.07).
Resumiendo: estamos en presencia de una clara mayoría de la ciudadanía de Israel (58%) que se opone totalmente, que no está en condiciones o el Estado no está interesado en su enrolamiento al ejército.
Teniendo en cuenta las proyecciones futuras de la población en Israel, está claro que las altísimas tasas de natalidad de los grupos ultraortodoxos judíos y los no judíos sólo complicarán aun más la situación en los próximos años.
Netanyhau, experimentado político, no podía pasar por alto tamaña protesta, aunque con sus afilados instintos comprendió claramente que no se puede dar el lujo de abandonar a sus socios naturales: los partidos ultraortodoxos. Aquí comenzó un zigzagueo para tramar una artimaña que cumpla con una imagen en concordancia a su promesa de una total equidad en el soporte del esfuerzo militar junto con una borrosa y ambigua promesa de suavizar e impedir una inmediata movilización masiva de los jóvenes ultraortodoxos.
«El primer ministro, Binyamín Netanyahu, y el viceprimer ministro, Shaul Mofaz, líderes de los principales partidos, acordaron hoy redactar una ley que por primera vez amplíe el alistamiento obligatorio, del que están exentos hasta ahora árabes y ultraortodoxos. Tras 64 años en que el asunto no se ha resuelto como debería, nos encontramos ante un proceso histórico y un cambio considerable de la participación de ultraortodoxos y árabes en la distribución de la carga», dijo Netanyahu («Los dos grandes partidos de Israel acuerdan ampliar el enrolamiento»; Aurora; 8.7.12).
Para contrarrestar, y en un juego de malabarismo político, Netanyhau envió a su otro viceprimer ministro, Moshé «Boogie» Yaalón a un encuentro con el diputado Yohanán Plesner a efectos de castrar el proyecto de ley que demanda una movilización inmediata de casi todos los jóvenes ultraortodoxos (Maariv; 8.7.12).
La obstinación de Netanyhau en continuar detrás de la consigna del ejército del pueblo junto a una distribución equitativa de la carga, sacrificios y riesgos es patética. Con una composición de la población donde el 60%, y en el futuro próximo un porcentaje aun mucho mayor, se opone hasta estar dispuesto a ser encarcelado, no está en condiciones o no le permiten alistarse, se puede afirmar con alto grado de seguridad que todas estas maniobras políticas están destinadas a naufragar en un océano de enredos y ficciones.
Un ejército que opera bajo limitaciones presupuestarias, que alista sólo la mitad de la población potencial y que se da el lujo de renunciar al 7% de los candidatos y un 17,5% de los alistados por dudosos motivos de salud y/o falta de adaptación, prácticamente no tiene lo que hacer con un potencial de decenas o cientos de miles de nuevos candidatos. Con más razón si se tiene en cuenta ciertas exigencias administrativas, morales y religiosas de los grupos ultraortodoxos que elevan enormemente las necesidades presupuestarias. Sobre la base de la exigencia de una instrucción profesional prolongada para los soldados de nuestros días, una reducción del período de servicio obligatorio es técnicamente imposible.
Los proyectos de diseñar alternativas en forma de «servicio nacional civil obligatorio» para quienes se zafan (más de 100 mil por año) son falacias destinadas a fracasar, en el mejor de los casos, o camuflaje de la realidad, en los peores. El «servicio nacional civil obligatorio» es una regulación totalmente anti-democrática y hay quien la considera un tipo de trabajo forzado moderno» («El ejército de esclavos de Plesner»; Aluf Ben; Haaretz; 7.7.12). Si el Estado no necesita de tal servicio, entonces todo el orden es más bien una artimaña. Si el Estado los requiere debe cobrar impuestos y pagar salario por el trabajo.
Netanyhau no tiene otra alternativa que enfrentar esta contradicción. Una posibilidad sensata de congeniar la continuidad del lema de un ejército del pueblo junto a un esfuerzo común de todos, o al menos de la mayoría de los grupos que componen la sociedad israelí, se vislumbra como un espejismo social. El ideal histórico del sionismo con un ejército del pueblo se convirtió en unos pocos años en un mito.
Parafraseando la discutida frase de Itzjak Shamir, que con tanta nostalgia y admiración rememoró Netanyhau una semana atrás, se puede decir que probablemente el mar seguirá siendo el mismo mar y los idiotas seguiremos siendo los mismos idiotas de siempre.
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