¿Pueden ser ciudadanos leales de Israel los árabes, que representan la quinta parte de la población del Estado judío?
Con esta cuestión en mente, visité hace poco varias regiones de Israel habitadas por árabes: Yaffo, Baqa al-Gharbiya, Umm al-Fahm, Haifa, Akko, Nazaret, los Altos del Golán y Jerusalén. Allí mantuve conversaciones con israelíes judíos y árabes convencionales.
Llegué a la conclusión de que la mayoría de la ciudadanía de habla árabe tiene importantes conflictos con la idea de residir en el seno de una entidad judía. Por una parte, acusan que el judaísmo sea la religión preferente del país, la Ley de Retorno que permite a los judíos en exclusiva emigrar a voluntad, que el hebreo sea la principal lengua del Estado, la Estrella de David de la bandera y la mención de «alma judía» en el himno nacional. Por otra parte, aprecian el éxito económico del país, el estándar sanitario público, el estado de derecho y la democracia funcional.
Estos conflictos encuentran muchas expresiones. La pequeña y derrotada población árabe-israelí de 1948 sin educación se ha multiplicado por 10 órdenes, ha adquirido conocimientos modernos y ha recuperado su confianza. Parte de esta minoría ha alcanzado cargos de prestigio y responsabilidad, incluyendo al vicepresidente del Tribunal Supremo, Salim Joubrán, al ex embajador Alí Yahya, al ex ministro Raleb Majadele o al periodista Khalid Abú Toameh.
Pero estos pocos asimilados palidecen en comparación con la masa aislada que se identifica con el Día de la Tierra, el Día de la Nakba o el informe Future Vision. Llamativamente, la mayoría de los parlamentarios árabes israelíes, como Ahmed Tibi o Hanín Zuabi, son radicales que vomitan un antisionismo flagrante. Los árabes israelíes recurren cada vez más a la violencia contra sus paisanos judíos.
En la práctica, los árabes israelíes viven en primera persona dos paradojas. Aunque sufren discriminación en el seno de Israel, disfrutan de más derechos y mayor estabilidad que ninguna otra población árabe residente en sus propios países soberanos (hay que pensar en Siria o Egipto). En segundo lugar, tienen la ciudadanía en un país que sus colegas árabes injurian y al que amenazan con la aniquilación.
Mis conversaciones en Israel me llevan a concluir que estas complejidades obstaculizan el debate robusto, por parte de judíos y árabes por igual, de las implicaciones totales de la anómala existencia de los árabes israelíes. Los parlamentarios radicales y los jóvenes violentos son desechados como marginales que no representan a nadie. En lugar de eso, se escucha que si los árabes israelíes recibieran más respeto y ayudas municipales del gobierno central, el actual descontento se aliviaría; que hay que distinguir entre los árabes de Israel (buenos) y los árabes de Cisjordania y Gaza (malos); y la advertencia de que los árabes israelíes se convertirán en palestinos a menos que Israel les dispense un trato mejor.
Mis interlocutores restaron en general importancia a las preguntas relativas al islam. Casi parecía mal educado mencionar el imperativo islámico de que los musulmanes (que representan el 84% de la población árabe-israelí) se gobiernen solos, y discutir el imperativo islámico de implantar la ley islámica despertó caras de póquer y un cambio en favor de temas más inmediatos.
Este cambio de tema me recordó a Turquía antes de 2002, cuando los turcos convencionales dieron por sentado que la revolución de Atatürk sería permanente y que los islamistas seguirían siendo un fenómeno marginal. Se equivocaron: una década más tarde, los islamistas democráticamente elegidos se hicieron con el poder a finales de 2002, el gobierno electo implantó de forma constante más leyes islámicas y construyó una potencia regional neo-otomana.
Predigo una evolución similar en Israel, a medida que las paradojas árabes israelíes se vayan volviendo más acusadas. La ciudadanía musulmana de Israel seguirá creciendo en número, conocimientos y confianza, volviéndose más integral para la vida cotidiana del país y simultáneamente más ambiciosa a la hora de descartar la soberanía judía. Esto sugiere que mientras Israel se sobrepone a las amenazas externas, los árabes israelíes surgirán como motivo de inquietud todavía mayor. En la práctica, predigo que van a representar el obstáculo definitivo a la hora de crear la patria judía anticipada por Theodor Herzl y Lord Balfour.
¿Qué puede hacerse? Los cristianos del Líbano perdieron el poder porque incorporaron a demasiados musulmanes y se convirtieron en una proporción demasiado pequeña de la población del país como para gobernarlo. Recordando esta lección, la identidad y la seguridad de Israel exigen minimizar la cifra de ciudadanos árabes - no a base de reducir sus derechos democráticos, y mucho menos a base de deportarlos, sino mediante medidas como ajustar las fronteras Israel, construir barreras a lo largo de las fronteras, implantar políticas de reunificación familiar estrictas, alterar las políticas de natalidad y escrutar minuciosamente las solicitudes de asilo.
Irónicamente, el mayor obstáculo a estas acciones va a ser que la mayoría de los árabes israelíes desean con empatía seguir siendo ciudadanos desleales del Estado judío - en contraste con ser ciudadanos leales de un Estado palestino.
Además, muchos otros musulmanes de Oriente Medio aspiran a convertirse en israelíes - un fenómeno que yo llamo «la aliá musulmana».
Estos gustos, predigo, pondrán obstáculos al gobierno de Israel, que no desarrollará las respuestas idóneas, convirtiendo así la relativa calma de hoy en la crisis de mañana.
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