Tres meses después de volver de las islas Malvinas, el soldado Silvio Katz, de diecinueve años, vio desde el autobús al subteniente Eduardo Sergio Flores Ardoino. «Me oriné encima de miedo. Ni siquiera me di cuenta en el momento. Sentí terror. Un calor me recorrió el cuerpo y cuando miré estaba empapado. Me dio mucha vergüenza».
Su superior en las Malvinas «caminaba por la calle con las manos en la campera». Parecía que nada había cambiado o, al menos, eso sintió Silvio, «estaba en Buenos Aires, la guerra había terminado, pero él me seguía dominando».
El enemigo en las islas del Atlántico Sur no sólo fue inglés. Los muchachos argentinos que, como Silvio, eran judíos, combatían en dos frentes y el más doloroso era el que se libraba en casa, con los suyos. «Ser judío era un plus para que te doblaran los castigos. No tenías nombre ni apellido. Eras el 'judío de mierda' a todos los efectos».
Ardoino se lo recordó cada día que estuvo en las islas, «hasta me llegó a acusar de matar a Cristo. Si los compañeros sufrían como castigo poner un minuto las manos en un charco helado, a mí me tocaba hundir también la cabeza y aguantar más tiempo. Menos de comida tenía doble ración, pero de todo lo malo».
Silvio, hoy cocinero en un colegio público, sufrió el ensañamiento de su superior de forma permanente. «No nos alimentaban, pasábamos hambre, así que nos fuimos un día al pueblo y compramos comida con una colecta de dinero. Al regresar nos la quitaron y nos estacaron. A mi compañero le pusieron una granada sin seguro en la boca. Si la abría, saltábamos todos por los aires».
El tormento, para él, no había terminado. «Ardoino ordenó traer una olla de garbanzos con agua. La arrojó a las letrinas, me colocó la pistola en la cabeza y me obligó a comerlo». A Sergio Vainroj, otro «judío de mierda» para Ardoino, «le puso la pistola en la sien, se bajó el cierre (cremallera) del pantalón y cuando trataba de que le hiciera sexo oral entró Claudio Szpin. Le empujó y se lo quitó de en medio. Sergio se libró, pero Claudió sufrió las represalias».
El día de la rendición de Argentina y de la batalla final, «la única que libramos - aclara -, nos quedamos sin mando. Únicamente estábamos reclutas. Disparábamos a cualquier lado, no sabíamos para dónde correr. Terminamos en el pueblo y ahí estaba Ardoino, escondido. Nos miró y exclamó: Mis soldados, pensé que los había perdido».
Ese día «los ingleses nos trasladaron a un depósito. Nos trataron con mucho respeto y cuidado. Al fondo descubrimos que se apilaban cajas de comida. Las habían tenido y nos habían matado de hambre. Abrimos todo y comimos sin parar. No recuerdo haber comido tanto en mi vida».
Mientras tanto, recuerda, «los superiores se arrancaban las tiras del uniforme que delataban su grado. Dio igual, porque nosotros les señalamos. Creo que los ingleses sabían lo que nos habían hecho y no fueron tan cuidadosos con ellos como con nosotros».Notas relacionadas:
Malvinas es un ADN
Antisemitismo en la Guerra de Malvinas
Lecciones de la guerra de Malvinas, 25 años después