¿Por qué ha despertado una indignación unánime la caricatura firmada por Gustavo Sala, sobre los campos de concentración nazis? Probablemente quien la firmó no debe entender por qué ha concitado tanto repudio público.
Jorge Semprún es un héroe del género humano. A los 20 años formó parte de la resistencia antinazi en París, fue deportado a Buchenwald, sobrevivió, luchó contra el franquismo, ganó innúmeros premios literarios, fue el ministro de Cultura de la democracia española.
En su obra postrera, La escritura o la vida, narra su desesperada lucha interior después de haber estado en el campo de concentración. Dice que él «no escapó a la muerte sino que pasó a través de ella». Relata que haber estado allí, en el lugar que ahuyentaba a las aves porque olían a carne humana quemada, marca para siempre. Se debatió durante 40 años entre escribir sobre lo que vio, y morir al hacerlo, o no escribir y vivir.
Primo Levi, un gigante del pensamiento universal, escribió apenas salió de Auschwitz. Su primer libro se llamó Si esto es un hombre. Refiere Semprún sobre Levi que al explicar por qué escribió decía: «Las cosas que había vivido, padecido, me quemaban por dentro... me sentía más cerca de los muertos que de los vivos, me sentía culpable de ser un hombre, porque los hombres habían construido Auschwitz».
Levi llevaba en su brazo el tatuaje, su número era el 174517. Cuando le preguntaron por qué no lo borraba, como otros, respondió: «¿Por qué debería hacerlo? No somos muchos los que en este mundo podemos dar este testimonio».
Parecía, dice Semprún, que Levi se había liberado a través de la escritura. El se debatía, no podía escribir sobre lo que sucedió. Fue tan horroroso, explicaba, «que hacerlo me hundía otra vez en la muerte, me sumergía en ella».
El 11 de abril de 1987, Primo Levi, laureado mundialmente, candidato obligado al Premio Nobel, se suicidó. El dolor ganó. Semprún explica: «Por última vez sin recurso ni remedio, la angustia se impuso sencillamente». Levi había anticipado lo que le estaba sucediendo. La frase final de su obra La tregua dice: «Nada era verdad fuera del campo. Lo demás era una breve vacación, ilusión de los sentidos, sueño incierto».
En Auschwitz fueron asesinados 1.300.000 judíos. Claude Landzman, el discípulo genial de Sartre, entrevista en su excepcional documental Shoah a Suchonel, oficial nazi de Treblinka. Habla con admiración de la capacidad de producción de Auschwitz, porque mataban a 24.000 judíos por día: «Era una fábrica». Además hacían todo: quemaban los cuerpos en los hornos, molían los huesos hasta reducirlos a polvo y lo tiraban al río.
¿Quiénes fueron los asesinados? En los campos tenían preferencias. Ante todo iban a las cámaras de gas los niños: 1.500.000 de niños judíos, recordó en el Día del Holocausto Ban Ki-moon. «Nunca conoceremos la contribución que estos niños podrían haber hecho a nuestro mundo», planteó. Entre ellos estaba Ana Frank, traducida hoy a casi todos los idiomas del planeta. Después estaban los viejos, las mujeres.
Hicieron humo de toda la civilización judía del idisch, de las pequeñas aldeas, la que creó a Marc Chagall, al Nobel Bashevis Singer, al inolvidable Scholem Aleijem en el que se inspiró El violinista sobre el tejado. Fueron gaseados las mujeres embarazadas, los modestos artesanos, sastres, carpinteros, los jasidim, los intelectuales, los estudiantes. Junto a ellos, los gitanos y los discapacitados.
Un guardia polaco testimonió que en Auschwitz se lanzaba a niños a los hornos sin haberlos matado para que sus gritos fueran escuchados en el campo.
Los campos fueron el lugar para hacer fuera de la mirada pública y en gran escala lo que se hizo en todos los lugares posibles. En el juicio a Eichmann, un testigo relató: «Un oficial de la SS encontró a una mujer judía acercándose a la alambrada del gueto con un bebé de un año en brazos; encañonó al bebé, la madre le imploró que no lo matara; le arrancó al niño, disparó dos veces sobre ella matándola, puso al bebé en el piso, tomó una de sus piernas y lo partió en dos».
En el cementerio de Tarnov, en Polonia, hay una lápida erigida en 1948 por la Comisión Regional Judía. Dice: «Yacen aquí 800 pequeñas cabezas destrozadas de niños judíos asesinados cruelmente el 11 de junio de 1942 por los nazis».
La gran matanza se perpetró con la complicidad de los colaboracionistas de múltiples países europeos y de la indiferencia de buena parte del género humano. Sigue en pie la pregunta de por qué los aliados no bombardearon las vías férreas que, ya ganada virtualmente la guerra, seguían conduciendo a miles de judíos húngaros a Auschwitz.
Cómo fue posible que, a pesar de todo ello, hubo una rebelión como el Levantamiento del Ghetto de Varsovia, y otras. trescientos jóvenes idealistas judíos conducidos por un maestro de 23 años, Mordejai Anilewicz, enfrentaron en el gueto al ejército más poderoso del mundo, durante más de un mes. Sabían que iban a morir, pero eligieron pelear allí en lugar de irse a los bosques. Anilewicz explicó en su última carta que lo hacían para defender la dignidad de un pueblo al borde del genocidio, y la dignidad del mundo.
Primo Levi y Semprún cumplieron con su deber, a pesar de sus desgarramientos internos y denunciaron como testigos de excepción. Su testimonio no sólo hizo honor a los muertos sino que forma parte ahora de la lucha contra aquellos que niegan directamente el Holocausto o lo banalizan. 190 países de la ONU aprobaron la institución de un día mundial para recordar al mundo lo sucedido, justamente el de la liberación de Auschwitz, pero se opuso un país: Irán. Ahmadinejad, su presidente, repite en todos lados que el Holocausto no existió nunca. Está tratando de matar a los niños asesinados, por segunda vez, negando su misma existencia. No es un discurso aislado sino una campaña sistemática.
Convocó en 2007 a los líderes de la ultraderecha mundial a una convención de negadores del Holocausto. Acudieron, entre otros, el jefe del Ku Klux Klan, Duke; los dirigentes neonazis de Italia, Austria, Alemania, Francia. Lo ayudan declaraciones banalizadoras como la que termina de emitir la ultraderecha austríaca, hoy fuerza política clave en ese país.
Hubieran sido sus invitados de honor los jerarcas genocidas de la dictadura argentina, algunas de cuyas preocupaciones centrales eran también cómo hacer desaparecer los cuerpos de los 30.000 asesinados y cómo borrar la memoria. Este mismo régimen tenía las cárceles llenas de dirigentes sindicales, líderes estudiantiles e intelectuales.
Lo enfrentan voces como la de Dilma Rousseff que, al encender el 27 de enero pasado las velas por las seis millones de víctimas judías que no existen para el presidente de Irán, afirmó que «la Shoá siempre servirá de paradigma contra la intolerancia»; y políticas de Estado como la de la Argentina actual, donde entre muchísimos pronunciamientos y acciones de las políticas públicas, el Museo del Holocausto está enseñando sobre él en las escuelas militares y policiales.
La incalificable caricatura de Sala se ubica en este contexto. Entra alevosamente, sin ninguna sensibilidad en el horror absoluto, del que trataban de escapar Semprún y Levi, y lo trivializa burdamente. Agrede los sentimientos y la dignidad de los vivos, pero también de los muertos.
Ernesto Sabato trató de explicar qué sintió cuando presidió la Comisión del Nunca Más y escuchaba día tras día los testimonios de los familiares de los desaparecidos, a los que Página/12, en un gesto único en la prensa argentina, recuerda a diario con sus fotos, sentando un precedente sin par en la lucha por los derechos humanos y la defensa de la memoria. Sabato dijo: «Fue como entrar en el infierno».
Usted, Sala, entró en el infierno de los campos brutalmente. ¿Sabe que el gran poeta republicano español León Felipe escribió que los mayores poetas de la historia deberían callarse cuando llegaran a lo que allí sucedió? Que sus voces debían enmudecer frente al horror absoluto.
Le queda un camino después de su afrenta salvaje a la memoria. Rectifíquese seriamente. Haga una autocrítica pública. Es lo que corresponde. Usted no puede imaginarse cuánto dolor y cuánta indignación ha generado.
* Gran Maestro de la Universidad de Buenos Aires.
Fuente: Página 12
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