El Museo de Israel expone estos días la muestra etnográfica «Un mundo aparte en la puerta de al lado: un atisbo de la vida de los judíos jasídicos», que abre una ventana al desconocido territorio de esta vertiente ultraortodoxa.
Tanto en Jerusalén como en Brooklyn, pocos conocen de cerca la vida de los jasídicos, que pululan por las calles ataviados con sus típicos ropajes y viven encerrados en un planeta propio, sin tener apenas contacto con el exterior.
«Aquí explicamos una población que es parte de la cultura judía: entramos en un mundo emocionante para contar sus costumbres, sus vestidos, sus creencias», explicó Revital Hovav, vicecomisaria de la exposición que, como la propia comunidad, se divide en esferas separadas: el mundo de los hombres, el de las mujeres, el de los niños y el de los rabinos.
El jasidismo nació a finales del siglo XVIII en Ucrania de la mano del rabino ultraortodoxo Israel Baal Shem Tov, que promovía el contacto con Dios a través de la alegría, la devoción profunda y la adoración directa.
Según el Baal Shem Tov, no sólo los privilegiados que dedican su vida al estudio de la Torá pueden contactar con Dios, también se puede hacer a través de los cantos y el disfrute de la naturaleza, su creación.
La comunidad cierra las puertas a extraños para no «contaminarse» por las inclinaciones malvadas («Yetzer Hará») ni desviarse de su escrupulosa adherencia a las normas religiosas, que rigen cada aspecto de la vida.
Los niños son parte integral de las celebraciones y todo lo que hacen tiene un significado espiritual y una forma específica de hacerlo.
No usan los juguetes de los demás pequeños: sus muñecos están tapados, tiene juegos de mesa como «Tierra de Mitzvá» - en el que ascienden de casilla tras realizar actos piadosos - e intercambian cromos que no tienen imágenes de jugadores de fútbol o cómics, sino de serios hombres de negro con barbas blancas: rabinos, sabios de los que todo jasídico tiene que conocer su nombre y sus enseñanzas.
A los tres años, a los niños se les rapa el pelo, dejando tirabuzones por encima de las orejas y se les toca con una kipá (solideo), mientras las niñas se tapan los brazos hasta la muñeca, el torso hasta el cuello y las piernas hasta media pantorrilla.
A esa edad empiezan la escuela talmúdica, a la que se les lleva el primer día totalmente cubiertos con una tela, para que lleguen puros, ataviados los varones con un batín dorado para la ocasión.
«Puedes reconocer de qué facción jasídica es alguien por su vestimenta y, en particular, por el tocado», explica Hovav, mostrando, entre otros, los gorros de las Toldot Aharón, un poco elevados al frente y de color blanco para el Shabat y negro a diario.
Algunas mujeres se colocan bajo el sombrero tocados que simulan un flequillo, un pequeño adorno en un mar de sobriedad y, en determinadas sectas, los rabinos permiten usar pelucas, que algunas hacen con sus propios cabellos.
En ocasiones especiales se ponen joyas, como diademas o diamantes y prefieren siempre la plata al oro, un material más impuro por el relato bíblico del becerro dorado.
Los varones visten batines negros o rayados, blancos en días especiales como Yom Kipur (Día del Perdón) o Rosh Hashaná (Año Nuevo), que se abrochan de derecha a izquierda para mostrar el triunfo de la misericordia sobre el discernimiento.
La corriente Lubavitch lleva sombreros de ala ancha con un pico triangular que simboliza la sabiduría, inteligencia y conocimiento, mientras otros grupos se tocan en Shabat con los imponentes «shtraimel» de piel de nutria o zorro.
El día de su boda, las mujeres se cubren la cara con una tela blanca y los hombres llevan bajo el traje largas camisolas interiores que serán también usadas como mortaja a su muerte.
Los matrimonios son arreglados por casamenteras, se pueden acordar en diez minutos y los novios nunca están juntos a solas antes de estar casados.
Los rabinos se atavian con elegantes batines, que abrochan con 62 pequeños ganchos que recuerdan el valor numérico del nombre de Dios, atados con cinturones blancos con 248 rayas, el número de mandamientos positivos que deben cumplir.
«Todos los objetos de los rabinos son sagrados, son venerados. Por eso ha costado mucho obtener préstamos para la exposición», explica Hovav.
«El rabino es como un rey, representa a Dios, se le pide ayuda, bendiciones, consejos que se siguen al pie de la letra. Hay una admiración absoluta. Ellos consultan todos los aspectos de la vida con el rabino, que es el hombre más importante en la vida de un jasídico», dice Hovav, que añade, que también son «sirvientes de su gente obligados siempre a atenderlos».
Un cargo casi hereditario, que se transmite a un hijo o, si no está preparado, a un alumno destacado, lo que a veces provoca escisiones que dibujan una rama más en el complejo árbol genealógico del jasidismo, en el que todos los miembros pueden reconocer su procedencia y trazar su origen hasta 250 años atrás.
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