Vi en teatro «El jardín de los cerezos», de Chéjov, en una muy buena puesta y excelente escenografía, vestuario y proyecciones de Eugenio Zanetti, el argentino que ganó un Oscar por el film «Restoration» en esta especialidad. También dirige; el último jueves se estrenó «Amapola».
Existen revistas - Vanity Fair, Selecciones o New Yorker - que desde sus comienzos marcaron un rumbo nuevo a las ya existentes. En la primera de las nombradas aún permanece una de sus secciones famosas: El cuestionario de Proust. Lleva ese nombre porque el escritor fue el primero que respondió a estas preguntas, no porque lo haya imaginado él. Ya había perdido demasiado tiempo en frecuentar el café society de su época, aunque se entretuvo con parodias como El caso Lemoine, donde escribe a la manera de Flaubert o Balzac, entre otros, la estafa realizada por el señor Lemoine a una compañía dedicada a la explotación de minas de diamantes. Luego, casi como para salvaguardar su vida - era un hombre enfermizo - se dedicó a escribir seriamente.
Se suele decir que la comedia es el resultado de la tragedia a la que se la suma tiempo. Calvero, el personaje encarnado por Charles Chaplin en su última película norteamericana, Candilejas, dice: «La vida vista de cerca es una tragedia, vista de lejos se convierte en comedia». Desconozco la teoría einsteiniana de la relatividad de modo profundo y su concepto del tiempo, pero entiendo, que el actor establece una ecuación entre tiempo y espacio y afirma lo que dice su personaje.
En una sociedad donde todo se muestra, que algunos llaman la sociedad del espectáculo - estamos hasta la coronilla de las selfies - Philip Roth ha decidido dejar de escribir y no dejarse ver. Lo de dejar de escribir ya lo había anunciado hace dos años. Ahora, en un documental de la BBC, estrenado esta semana, anuncia que ya es hora de dedicarse a hacer nada. Nada más que ayudar a su biógrafo a terminar su libro. Nada más que dedicarse con su fuerte «narcimismo», a sí mismo.
No es que desconozca que es algo que sucede. Cualquier hacker o pibe geek lo hace cómodamente instalado en el garaje de su hogar. Así me los imagino. Sólo que esta vez me tocó a mí.
Hace años que leo literatura de modo serio y entretenido. Cuento con la orientación de profesores de los que ya he hablado en otra oportunidad. Jamás doy nombres; pero no me privo de hablar de ellos. Me dan letra. Y música.
Se ha escrito y reflexionado tanto respecto del amor que hoy resulta un poco cursi elevarlo a la dignidad de bien a alcanzar, como sostenían los románticos. Y si no lo conseguían se suicidaban. El abanico que lo constituye es amplísimo. Va desde un cínico como Diógenes quien dirá que «el amor es la ocupación de los desocupados» (es claro que en la era del fin del trabajo tal como lo conocimos hasta ahora tenga seguidores), hasta el poeta Kipling que afirma «si no me hubieran dicho qué es el amor, hubiera creído que era una espada atravesándome», pasando por Dante para quien el amor es una cosa mental.
Cuando le preguntaron a Marilyn Monroe qué usaba para dormir, contestó con ese mohín de chica algo tonta, supersexy y vamp como se decía en los ‘60: «unas pocas gotas de Chanel Nª 5». No podía contestar duermo desnuda. El código Hayes de censura, que duró hasta 1968, lo prohibía.
Recuerdo una ilustración de una de las revistas que se recibían en mi casa; Selecciones del Reader´s Digest. No voy a elogiar el nivel y la calidad de los artículos; también leíamos buena literatura. En el dibujo se veía a un joven de la época con jeans, lo remarco porque no eran tan populares, tirado sobre un sofá que hablaba por teléfono. Teléfono de línea, obvio.