El primer ministro Netanyahu estableció nuevas elecciones en Israel para el próximo 17 de marzo. El Estado judío ya tuvo comicios críticos varias veces, pero éstos podrían ser sus más determinantes, debido a que la actual derecha ya no está dominada por halcones de seguridad y partidarios de libre mercado como Bibi.
El llamado a elecciones en Israel actúa sobre los sectores opositores al gobierno como afrodisíaco político capaz de excitar hasta el candidato más desahuciado. Todas las agrupaciones del sector, como los individuos que aspiran a ser electos, repentinamente se ven envueltos en un trance con delirios hasta místicos{jathumbnail off}.
¿Alguien escuchó últimamente de algún intelectual catalán renunciando solemnemente a su condición de español por protesta a la negativa del Gobierno de Madrid a realizar un referéndum por la independencia de Cataluña? ¿o de algún escocés renunciando a su condición de británico por considerarse discriminado? ¿o de algún valón renunciando a su nacionalidad belga en protesta al excesivo poder en su país de la población flamenca?
En ausencia de guerras, revoluciones o levantamientos populares, analistas y políticos tienden a prestar insuficiente atención al desarrollo de síntomas de un paulatino aunque dramático reordenamiento histórico. Probablemente la interpretación más común de los últimos acontecimientos alrededor de las «relaciones especiales entre EE.UU e Israel» pertenece a este tipo de comportamiento.
La votación de la ley fundamental «Israel como Estado nación del pueblo judío» ha sido postergada y se busca supuestamente una versión que ponga fin a las fuertes discusiones dentro de la coalición del primer ministro Binyamín Netanyahu. Pero nada indica por ahora que ello se alcance, tomando en cuenta las declaraciones del jefe de Gobierno, aclarando que está decidido a pasar la ley «con o sin acuerdo».
En circunstancias adversas, he defendido las razones de Israel en su lucha por sobrevivir bajo permanente asedio bélico. Mi postura, en este complejo conflicto, es clara y comprometida. Pero lo es porque estoy convencida de que esa es la postura ética: defender el derecho palestino a un Estado y, a la vez, criticar el terrorismo que usa la causa palestina para tener una guerra abierta permanente, con dedicación económica y logística, de los países vecinos. No olvidemos que la paz árabe-israelí no se decide en Jerusalén, ni en Ramallah, sino en Doha, Damasco o Teherán.
El apartheid en Cisjordania salta la valla de separación y se asienta dentro de los límites internacionalmente reconocidos de Israel y de esa manera da un paso esencial en la organización del «Gran Israel» como Estado binacional.
En las últimas semanas, un polémico proyecto de ley hizo su aparición en la escena de la política israelí. El borrador fue aprobado por el Gobierno. El proyecto contó con los votos a favor del Likud y otros aliados de la ultraderecha nacionalista religiosa y la oposición de los ministros moderados Yair Lapid y Tzipi Livini.
El proyecto de ley de Netanyahu para declarar a Israel como «Estado judío» no tiene carga útil a efectos legales, pero su contenido declarativo es visto como agravio para las minorías que conviven en el país, y no sólo la de origen árabe.
La crisis de Oriente Medio está revelando un nuevo y peligroso rostro. La violencia ya no es organizada sino que se tornó espontánea y por lo tanto más imprevisible que en ningún otro momento. El último de estos sucesos ha sido el sangriento ataque, esta semana, por dos palestinos armados con cuchillos y hachas que causó cinco muertos, entre ellos cuatro rabinos, en una sinagoga de Jerusalén. Antes, hubo golpes aún más precarios con autos que atropellaron civiles o uniformados israelíes en las calles o dispararon contra ultrarreligiosos judíos.